jueves, agosto 12, 2010

Por un país al alcance de los niños

Sólo cuando tomas conciencia de lo que has hecho en la vida y de cómo te han preparado para ella, cuando tienes hijos y quieres darles lo mejor pensando objetivamente en su futuro, o ambas, estas palabras toman un especial sentido. 
Vale la pena la lectura.
J.

En la ceremonia de entrega del informe de la
Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo,
el jueves 21 de julio de 1994 en el palacio de Nariño,
el Premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez,
pronunció las siguientes palabras:


Los primeros españoles que vinieron al Nuevo Mundo vivían aturdidos por el canto de los pájaros, se marcaban con la pureza de los olores y agotaron en pocos años una especie exquisita de perros mudos que los indígenas criaban para comer. Muchos de ellos, y otros que llegarían después, eran criminales rasos en libertad condicional, que no tenían más razones para quedarse. Menos razones tendrían muy pronto los nativos para querer que se quedaran.

Cristóbal Colón, respaldado por una carta de los reyes de España para el emperador de China, había descubierto aquel paraíso por un error geográfico que cambió el rumbo de la historia. La víspera de su llegada, antes de oír el vuelo de las primeras aves en la oscuridad del océano, había percibido en el viento una fragancia de flores de la tierra que le pareció la cosa más dulce del mundo. En su diario de a bordo escribió que los nativos los recibieron en la playa como sus madres los parieron, que eran hermosos y de buena índole, y tan cándidos de natura, que cambiaban cuanto tenían por collares de colores y sonajas de latón. Pero su corazón perdió los estribos cuando descubrió que sus narigueras eran de oro, al igual que las pulseras, los collares, los aretes y las tobilleras; que tenían campanas de oro para jugar, y que algunos ocultaban sus vergüenzas con una cápsula de oro. Fue aquel esplendor ornamental, y no sus valores humanos, lo que condenó a los nativos a ser protagonistas del nuevo Génesis que empezaba aquel día.

Muchos de ellos murieron sin saber de dónde habían venido los invasores. Muchos de éstos murieron sin saber dónde estaban. Cinco siglos después, los descendientes de ambos no acabamos de saber quiénes somos:

Era un mundo más descubierto de lo que se creyó entonces. Los incas, con diez millones de habitantes, tenían un estado legendario bien constituido, con ciudades monumentales en las cumbres andinas para tocar al dios solar. Tenían sistemas magistrales de cuenta y razón, y archivos y memorias de uso popular, que sorprendieron a los matemáticos de Europa, y un culto laborioso de las artes públicas, cuya obra magna fue el jardín del palacio imperial, con árboles y animales de oro y plata en tamaño natural. Los aztecas y los mayas habían plasmado su conciencia histórica en pirámides sagradas entre volcanes acezantes, y tenían emperadores clarividentes, astrónomos insignes y artesanos sabios que desconocían el uso industrial de la rueda, pero la utilizaban en los juguetes de los niños.

En la esquina de los dos grandes océanos se extendían cuarenta mil leguas cuadradas que Colón entrevió apenas en su cuarto viaje, y que hoy lleva su nombre: Colombia. Lo habitaban desde hacía unos doce mil años varias comunidades dispersas de lenguas diferentes y culturas distintas, y con sus Identidades propias bien definidas. No tenían una noción de Estado, ni unidad política entre ellas, pero habían descubierto el prodigio político de vivir como Iguales en las diferencias. Tenían sistemas antiguos de ciencia y educación, y una rica cosmología vinculada a sus obras de orfebres geniales y alfareros inspirados. Su madurez creativa se había propuesto incorporar el arte a la vida cotidiana -que tal vez sea el destino superior de las artes-, y lo consiguieron con aciertos memorables, tanto en los utensilios domésticos como en el modo de ser. El oro y las piedras preciosas no tenían para ellos un valor de cambio sino un poder cosmológico y artístico, pero los españoles los vieron con los ojos de Occidente: oro y piedras preciosas de sobra para dejar sin oficio a los alquimistas y empedrar los caminos del cielo con doblones de a cuatro. Esa fue la razón y la fuerza de la Conquista y la Colonia, y el origen real de lo que somos.

Tuvo que transcurrir un siglo para que los españoles conformaran el estado colonial, con un solo nombre, una sola lengua y un solo dios. Sus límites y su división política de doce provincias eran semejantes a los de hoy.

Esto dio por primera vez la noción de un país centralista y burocratizado, y creó la Ilusión de una unidad nacional en el sopor de la Colonia. Ilusión pura, en una sociedad que era un modelo oscurantista de discriminación racial y violencia larvada, bajo el manto del Santo Oficio. Los tres o cuatro millones de indios que encontraron los españoles estaban reducidos a no más de un millón por la crueldad de los conquistadores y las enfermedades desconocidas que trajeron consigo. Pero el mestizaje era ya una fuerza demográfica incontenible. Los miles de esclavos africanos, traídos por la fuerza para los trabajos bárbaros de minas y haciendas, habían aportado una tercera dignidad al caldo criollo, con nuevos rituales de imaginación y nostalgia, y otros dioses remotos. Pero las leyes de Indias habían impuesto patrones milimétricos de segregación según el grado de sangre blanca dentro de cada raza: mestizos de distinciones varias, negros esclavos, negros libertos, mulatos de distintas escalas. Llegaron a distinguirse hasta dieciocho grados de mestizos, y los mismos blancos españoles segregaron a sus propios hijos como blancos criollos.

Los mestizos estaban descalificados para ciertos cargos de mando y gobierno y otros oficios públicos, o para ingresar en colegios y seminarios. Los negros carecían de todo, inclusive de un alma, no tenían derecho a entrar en el cielo ni en el infierno, y su sangre se consideraba impura hasta que fuera decantada por cuatro generaciones de blancos. Semejantes leyes no pudieron aplicarse con demasiado rigor por la dificultad de distinguir las intrincadas fronteras de las razas, y por la misma dinámica social del mestizaje, pero de todos modos aumentaron las tensiones y la violencia raciales. Hasta hace pocos años no se aceptaban todavía en los colegios de Colombia a los hijos de uniones libres. Los negros, Iguales en la ley, padecen todavía de muchas discriminaciones, además de las propias de la pobreza.

La generación de la Independencia perdió la primera oportunidad de liquidar esa herencia abominable.

Aquella pléyade de jóvenes románticos inspirados en las luces de la Revolución Francesa, instauró una república moderna de buenas Intenciones, pero no logró eliminar los residuos de la Colonia. Ellos mismos no estuvieron a salvo de sus hados maléficos. Simón Bolívar, a los 35 años, había dado la orden de ejecutar ochocientos prisioneros españoles, inclusive a los enfermos de un hospital. Francisco de Paula Santander, a los 28, hizo fusilar a 38 prisioneros de la batalla de Boyacá, inclusive a su comandante. Algunos de los buenos propósitos de la república propiciaron de soslayo nuevas tensiones sociales de pobres y ricos, obreros y artesanos y otros grupos de marginales. La ferocidad de las guerras civiles del siglo XIX no fue ajena a esas desigualdades, como no lo fueron las numerosas conmociones políticas que han dejado un rastro de sangre a lo largo de nuestra historia.

Dos dones naturales nos han ayudado a sortear ese sino funesto, a suplir los vacíos de nuestra condición cultural y social, y a buscar a tientas nuestra Identidad. Uno es el don de la creatividad, expresión superior de la inteligencia humana. El otro es una arrasadora determinación de ascenso personal. Ambos, ayudados por una astucia casi sobrenatural, y tan útil para el bien como para el mal, fueron un recurso providencial de los indígenas contra los españoles desde el día mismo del desembarco. Para quitárselo de encima, mandaron a Colón de isla en isla, siempre a la isla siguiente, en busca de un rey vestido de oro que no había existido nunca. A los conquistadores alucinados por las novelas de caballería los engatusaron con descripciones de ciudades fantásticas construidas en oro puro, allí mismo, al otro lado de la loma. A todos los descaminaron con la fábula de El Dorado mítico que una vez al año se sumergía en su laguna sagrada con el cuerpo empolvado de oro. Tres obras maestras de una epopeya nacional, utilizadas por los indígenas como un instrumento para sobrevivir. Tal vez de esos talentos precolombinos nos viene también una plasticidad extraordinaria para asimilarnos con rapidez a cualquier medio y aprender sin dolor los oficios más disímiles: faquires en la India, camelleros en el Sahara o maestros de inglés en Nueva York.

Del lado hispánico, en cambio, tal vez nos venga el ser emigrantes congénitos con un espíritu de aventura que no elude los riesgos. Todo lo contrario: los buscamos. De unos cinco millones de colombianos que viven en el exterior, la inmensa mayoría se fue a buscar fortuna sin más recursos que la temeridad, y hoy están en todas partes, por las buenas o por las malas razones, haciendo lo mejor o lo peor, pero nunca inadvertidas. La cualidad con que se les distingue en el folclor del mundo entero es que ningún colombiano se deja morir de hambre. Sin embargo, la virtud que más se les nota es que nunca fueron tan colombianos como al sentirse lejos de Colombia.

Así es. Han asimilado las costumbres y las lenguas de otros como las propias, pero nunca han podido sacudiese del corazón las cenizas de la nostalgia, y no pierden ocasión de expresarle con toda clase de actos patrióticos para exaltar lo que añoran de la tierra distante, inclusive sus defectos. En el país menos pensado puede encontrarse a la vuelta de una esquina la reproducción en vivo de un rincón cualquiera de Colombia: la plaza de árboles polvorientos todavía con las guirnaldas de papel del último viernes fragoroso, la fonda con el nombre del pueblo inolvidado y los aromas desgarradores de la cocina de mamá, la escuela 20 de julio junto a la cantina 7 de agosto con la música para llorar por la novia que nunca fue.

La paradoja es que estos conquistadores nostálgicos, como sus antepasados, nacieron en un país de puertas cerradas. Los libertadores trataron de abrirlas a los nuevos vientos de Inglaterra y Francia, a las doctrinas jurídicas y éticas de Bentham, a la educación de Lancaster, al aprendizaje de las lenguas, a la popularización de las ciencias y las artes, para borrar los vicios de una España más papista que el papa y todavía escaldada por el acoso financiero de los judíos y por ochocientos años de ocupación islámica. Los radicales del siglo XIX, y más tarde la Generación del Centenario, volvieron a proponérselo con políticas de inmigraciones masivas para enriquecer la cultura del mestizaje, pero unas y otras se frustraron por un temor casi teológico de los demonios exteriores. Aun hoy estamos lejos de imaginar cuánto dependemos del vasto mundo que ignoramos.

Somos conscientes de nuestros males, pero nos hemos desgastado luchando contra los síntomas mientras las causas se eternizan. Nos han escrito y oficializado una versión complaciente de la historia, hecha más para esconder que para clarificar, en la cual se perpetúan vicios originales, se ganan batallas que nunca se dieron y se sacralizan glorias que nunca merecimos.. Pues nos complacemos en el ensueño de que la historia no se parezca a la Colombia en que vivimos, sino que Colombia termine por perecerse a su historia escrita.

Por lo mismo, nuestra educación conformista y represiva parece concebida para que los niños se adapten por la fuerza a un país que no fue pensado para ellos, en lugar de poner el país al alcance de ellos para que lo transformen y engrandezcan. Semejante despropósito restringe la creatividad y la intuición congénitas, y contrataría la imaginación, la clarividencia precoz y la sabiduría del corazón, hasta que los niños olviden lo que sin duda saben de nacimiento: que la realidad no termina donde dicen los textos, que su concepción del mundo es más acorde con la naturaleza que la de los adultos, y que la vida sería más larga y feliz si cada quien pudiera trabajar en lo que le gusta, y sólo en eso.

Esta encrucijada de destinos ha forjado una patria densa e indescifrable donde lo inverosímil es la única medida de la realidad. Nuestra insignia es la desmesura. En todo: en lo bueno y en lo malo, en el amor y en el odio, en el júbilo de un triunfo y en la amargura de una derrota. Destruirnos a los ídolos con la misma pasión con que los creamos. Somos intuitivos, autodidactas espontáneos y rápidos, y trabajadores encarnizados, pero nos enloquece la sola idea del dinero fácil. Tenemos en el mismo corazón la misma cantidad de rencor político y de olvido histórico. Un éxito resonante o una derrota deportiva pueden costarnos tantos muertos como un desastre aéreo. Por la misma causa somos una sociedad sentimental en la que prima el gesto sobre la reflexión, el ímpetu sobre la razón, el calor humano sobre la desconfianza.

Tenemos un amor casi irracional por la vida, pero nos matamos unos a otros por las ansias de vivir. Al autor de los crímenes más terribles lo pierde una debilidad sentimental. De otro modo: al colombiano sin corazón lo pierde el corazón.

Pues somos dos países a la vez: uno en el papel y otro en la realidad. Aunque somos precursores de las ciencias en América, seguimos viendo a los científicos en su estado medieval de brujos herméticos, cuando ya quedan muy pocas cosas en la vida diaria que no sean un milagro de la ciencia. En cada uno de nosotros cohabitan, de la manera más arbitraria, la justicia y la impunidad; somos fanáticos del legalismo, pero llevamos bien despierto en el alma un leguleyo de mano maestra para burlar las leyes sin violarlas, o para violarlas sin castigo. Amamos a los perros, tapizamos de rosas el mundo, morimos de amor por la patria, pero ignoramos la desaparición de seis especiales animales cada hora del día y de la noche por la devastación criminal de los bosques tropicales, y nosotros mismos hemos destruido sin remedio uno de los grandes ríos del planeta. Nos indigna la mala imagen del país en el exterior, pero no nos atrevemos que muchas veces la realidad es peor. Somos capaces de los actos más nobles y de los más abyectos, de poemas sublimes y asesinatos dementes, dé funerales jubilosos y parrandas mortales. No porque unos sacamos buenos y otros malos, sino porque todos participamos de ambos extremos llegado el caso -y Dios nos libre- todos somos capaces de todo.

Tal vez una reflexión más profunda nos permitiría establecer hasta qué punto este modo de ser nos viene de que seguimos siendo en esencia la misma sociedad excluyente, formalista y ensimismada de la Colonia. Tal vez una más serena nos permitiría descubrir que nuestra violencia histórica es la dinámica sobrante de nuestra guerra eterna contra la adversidad. Tal vez estemos pervertidos por un sistema que nos incita a vivir como ricos mientras el cuarenta por ciento de la población malvive en la miseria, y nos ha fomentado una noción instantánea y resbaladiza de la felicidad: queremos siempre un poco más de lo que ya tenemos, más y más de lo que parecía imposible, mucho más de lo que cabe dentro de la ley, y lo conseguimos como sea: aun contra la ley. Conscientes de que ningún gobierno será capaz de complacer esta ansiedad, hemos terminado por ser incrédulos, abstencionistas e ingobernables, y de un individualismo solitario por el que cada uno de nosotros piensa que sólo depende de sí mismo. Razones de sobra para seguir preguntándonos quiénes somos, y cuál es la cara con que queremos ser reconocidos en el tercer milenio.

La Misión de Ciencia, Educación y Desarrollo no ha pretendido una respuesta, pero ha querido diseñar una carta de navegación que tal vez ayude a encontrarla. Creemos que las condiciones están dadas como nunca para el cambio social, y que la educación será su órgano maestro. Una educación, desde la cuna hasta la tumba, inconforme y reflexiva, que nos inspire un nuevo modo de pensar y nos incite a descubrir quiénes somos en una sociedad que se quiera más a sí misma. Que aprovecha al máximo nuestra creatividad inagotable y conciba una ética -y tal vez una estética- para nuestro afán desaforado y legítimo de superación personal. Que integre las ciencias y las artes a la canasta familiar, de acuerdo con los designios de un gran poeta de nuestro tiempo que pidió no seguir amándolas por separado como a dos hermanas enemigas. Que canalice hacia la vida la inmensa energía creadora que durante siglos hemos despilfarrado en la depredación y la violencia, y nos abra al fin la segunda oportunidad sobre la tierra que no tuvo la estirpe desgraciada del coronel Aureliano Buendía. Por el país próspero y justo que soñamos: al alcance de los niños.
Y tú, qué piensas?

domingo, abril 11, 2010

Visita al Centro Comercial...?

ACTUALIZACIÓN

El Centro Comercial Centenario se ha pronunciado acerca del incidente que tuvo el grupo de DELM Cali el domingo pasado y han ofrecido disculpas, de lo cual harán un anuncio oficial al grupo DELM Cali. Así mismo patrocinarán el refrigerio del próximo DELM, de acuerdo a lo anunciado por el Ingeniero Luis Astorquiza vía Twitter:

@astorluis: #DElmcali Siguiente Delm #6 será patrocinado refrigerio por CCCentenario,se disculpan por incidente. Les dije que en 1 mes +-
Es gratificante saber que los directivos del CC Centenario se pronunciaron y nos dan la razón con lo ocurrido por la intransigencia del supervisor de la empresa de seguridad Proviser.

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"El derecho de reunión es la libertad pública individual que faculta a un grupo de personas a concurrir temporalmente en un mismo lugar, pacíficamente y sin armas, para cualquier finalidad lícita y conforme a la ley. Se considera una libertad política y un derecho humano de primera generación" - Wikipedia

Personalmente he participado en la reuniones de  DELM (Domingo En La Mañana) en Cali y Palmira, que son reuniones que se pueden calificar como académicas, donce participamos profesionales y estudiantes de áreas de tecnología, comunicaciones, diseño o afines y de las que hemos realizado varias en el Centro Comercial Centenario, pero nunca nos había pasado algo como lo ocurrido el domingo 11 de abril. No es usual que use este espacio en denuncias de este tipo, sin embargo me siento agredido de la misma manera que se sintió todo el grupo con el cual me solidarizo, por eso incluyo el post del blog "El Pollo Hipnótico", que pueden encontrar originalmente en: http://elpollohipnotico.wordpress.com/2010/04/11/visita-al-centro-comercial/

Visita al Centro Comercial...?
A mí en algún momento se me dió por pensar que los centros comerciales eran sitios para el esparcimiento, para pasar un rato con la novia, con la familia, con los amigos; para hablar y compartir. Por eso me uní a otros a quienes se les había ocurrido lo mismo y nos encontramos en un centro comercial de Cali, el Centro Comercial Centenario, el domingo once de abril a las diez de la mañana, para hablar de temas que nos ponen en común: tecnología, internet, cultura.

Tan pronto llegamos uno de los guardias de seguridad se inquietó por la pequeña multitud, pero uno de nosotros le explicó quiénes éramos y a qué íbamos. Entiendo la actitud del guardia al ser inusual que un grupo de casi dieciseis personas apareciera en un día de poca clientela.

Por el día y por la hora, como supondrán, el centro comercial estaba casi vacío. Calculo que no habría más de diez compradores andando por ahí, aparte de el grupo de amigos que estábamos reunidos. Ya dispuestos a comenzar nuestra charla, nos dirigimos al tercer piso. Elegimos un rincón alejado de los locales comerciales porque queríamos organizar las mesas de modo que estuviéramos todos juntos y así poder conversar sin incomodar a clientes ni empleados. Efectivamente, movimos las mesas y ya dispuestos a sentarnos se nos acercó el supervisor de seguridad, diciéndonos que no podíamos hacer eso, que no podíamos hacer la reunión ni mover las mesas, que necesitábamos un permiso.

Se le explicó que era la quinta vez que se hacía la reunión, siempre en el mismo sitio, que siempre se dejaba todo perfectamente organizado, y que las veces anteriores no habían puesto problema.

Siendo mi primera vez en aquellas reuniones, me quedó un detalle que me inquieta: las veces anteriores se había hablado con la administración y se había pedido permiso para hacer el encuentro, permiso que había sido otorgado. Me pregunto, ¿por qué pedir permiso para reunirse a hablar? Cosa distinta sería pedir permiso para hacer alguna presentación, campaña, o lo que sea, pero… ¿permiso para reunirse a hablar? Es de anotar que no se trataba de una simple ocupación del espacio del centro comercial, porque haríamos lo de cualquier cliente: comprar. Así funciona la visita a un centro comercial: usted va con varias personas, se come algo, se toma algo, y mientras lo hace, habla. Sí, habla, conversa, platica, discute.

El supervisor se sostuvo en su posición de no permitir la reunión. Le dijimos que, desde luego, íbamos a consumir productos que allí vendían, porque, como acabo de decir, “Así funciona: [...]“, y que íbamos a dejar las mesas organizadas, como estaban.

Si van a consumir o no, me es irrelevante, ha contestado el supervisor y estoy citando sus palabras literales. Entonces, les diéramos o no nuestro dinero, no nos podíamos reunir allí. !¿Qué?¡ !Pero esto es de lo más ridículo¡

Alguna falla grave hay, ya sea en las políticas del Centro Comercial Centenario en sí mismas, o en la forma en que sus empleados las interpretan, porque este episodio parece sacado de la época de dictadura fascista en España, cuando se prohibía que se reunieran más de tres personas sin autorización. Que no les suene exagerada la comparación, y si sí, entonces ¿alguien me podría dar un argumento que justifique la actitud del supervisor de seguridad? !¿Ah?!

Ante la intransigencia del supervisor, debimos desplazarnos hacia otro sitio de la ciudad para poder hablar.

Bueno, afortunadamente para este sujeto, nadie se ha tomado el atrevimiento de inventarse el “derecho a la libre reunión” [ver enlace 1(art. 20), ver enlace 2] o alguna estupidez por el estilo.

Si usted tiene familia numerosa y la quiere invitar a almorzar o si tiene un grupo de amigos y quiere pasar un buen rato con ellos, vaya al Centro Comercial Centenario. Si de casualidad se encuentra a este supervisor de seguridad tan especial, por favor, siéntense de a tres en cada mesa, con distancia de una mesa vacía de por medio, y no hablen, ni entre las mesas ni entre los tres; si se distribuyen en pisos diferentes, mejor. Tal vez puedan juntarse después de que el mencionado centro comercial nos explique sus políticas o le explique al supervisor qué es lo que tienen estipulado, por si depronto el señor no leyó los estatutos con el suficiente cuidado.
Por nuestra parte, nos seguiremos reuniendo en un sitio donde no causen pánico las hordas de prefesionales, estudiantes y profesores universitarios dispuestos a discutir y construir cultura y entonces podrán permanecer apacibles los señores que llevan la decencia al cinto.

Post Scriptum

No me imagino situaciones similares en Unicentro o Jardín Plaza, donde todo el tiempo se reúnen a departir grandes grupos de estudiantes de todas las universidades cercanas (Univalle, Icesi, San Buenaventura, etc.) e incluso llegan estudiantes de Univalle a recibir clase (cuando los evacúan por los disturbios), mientras se comen un sandwich en la plazoleta de comidas. Necesitarían expedir muchos, pero muchos permisos o, por el contrario, contratar muchos guardias armados, para controlar la situación.